La pandemia global atraviesa todos los aspectos de la cotidianeidad hasta el punto de quebrar casi todo lo que considerábamos “vida normal”, y una de las pocas certidumbres actuales está dada por el aumento general de la carga de estrés, que todos experimentan, aunque no puedan registrarlo las estadísticas. Comprensiblemente, la salud pública se ha orientado hacia un problema urgente que es evitar contagios y muertes por COVID-19, y otros problemas –menos urgentes, pero no menos acuciantes– pasaron a segundo plano.
Uno de estos problemas es el sobrepeso y la obesidad, que en la Argentina afectan en conjunto al 61% de la población según la Encuesta Nacional de Factores de Riesgo 2019 del Ministerio de Salud de la Nación, produciendo alteraciones metabólicas que aumentan sustantivamente el riesgo de enfermedad cardiovascular, diabetes tipo 2, hipertensión arterial, enfermedad renal crónica, infarto y algunos tipos de cáncer. Con una tasa mayor del 25%, la Argentina está en el podio de países del continente con mayor índice de obesidad (índice de masa corporal mayor que 30 kg/m2), la cual es considerada una enfermedad por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y, según las noticias, representa un riesgo adicional si la persona se infecta por COVID-19.
El problema de salud que implican el sobrepeso y la obesidad se deben a ciertas pautas en el estilo de vida y en la forma de alimentarnos que en el actual contexto se han agudizado. Es común, por ejemplo, que mucha gente que antes no padecía estos problemas se encuentre de pronto con que, entre la situación de confinamiento y el estrés o la ansiedad generalizados, no puede controlar el impulso de comer indiscriminadamente o en exceso.
Luego, la balanza da cuenta de esta conducta en lo que los especialistas llaman “kilos emocionales”: el aumento de peso que se produce cuando el estrés, la ansiedad u otro factor emocional (enojo, depresión, tristeza, aburrimiento) hacen que la persona pierda todo control sobre el impulso de comer.
En realidad, el estrés puede afectar negativamente en la alimentación, haciendo que la persona pierda el apetito, o bien incrementándolo, o provocando el impulso de comer independientemente de que haya apetito o no. Para resolver el problema no basta simplemente con reconocerlo. La aplicación, recientemente, de la técnica de mindfulness o “conciencia plena” está dando muy buenos resultados a la hora de lograr que la persona controle esos impulsos.
La compulsión a comer no es una conducta “natural” ni “normal”, sino aprendida –un hábito–, pero la comida se convierte en el elemento al que muchos recurren, de manera muchas veces inconsciente y casi automática, cuando se sienten mal o tienen algún problema. “Actuamos con prisa y no prestamos atención a lo que estamos comiendo, con lo que nos desconectamos del proceso de alimentación, y también de nuestras sensaciones corporales”, explica Pilar Morales, responsable del programa de Reducción del Estrés Basada en Conciencia Plena (MBSR), desarrollado por Pronokal Group, la compañía con sede en España dedicada a tratamientos médicos de avanzada contra la obesidad y el sobrepeso.
A menudo, esa misma conducta incrementa la propia ansiedad, el estrés y un sentimiento de culpa: “El estrés genera una mala alimentación, y a su vez esa mala alimentación puede generar mayor estrés”, sostiene la experta.
La propuesta es ayudar al paciente a incorporar una “alimentación consciente” (mindful eating), prestando atención tanto a lo que se come como a su efecto en el cuerpo, como complemento de su tratamiento médico y nutricional personalizado.
Esta estrategia de “gestión de las emociones” para el manejo del malestar psicológico es vital tanto para lograr un cambio de hábitos que hagan a una mejor salud, como para mantenerlos después. “Una mente atenta es más capaz de frenar el automatismo de las conductas, aumentando así la capacidad de decisión que posibilita una nueva forma de relacionarse con la comida –explica Morales–. Por ese motivo es tan importante para cualquier paciente que esté realizando alguno de los métodos de Pronokal Group”.
Así, los beneficios de esta aplicación del mindfulness van mucho más allá del control del acto de comer (lo que no es para nada poco), ya que, según esta especialista, posibilita:
- Gestionar de una manera eficaz y saludable las emociones, los pensamientos y las conductas.
- Reducir significativamente el estrés y sus consecuencias (entre ellas, una mala alimentación).
- Reducir la ansiedad y los efectos físicos del estrés.
- Cambiar hábitos, al actuar con mayor conciencia gracias al entrenamiento de la capacidad de centrar la atención.
- Mejorar la relación con el cuerpo al aprender a “escucharlo”.
- Dominar mejor la ansiedad o la compulsión por los alimentos.
- Diferenciar el hambre fisiológica del hambre emocional, y poder responder adecuadamente en cada caso.
- Identificar las sensaciones corporales y parar de comer en el momento adecuado, al detectar a tiempo las señales de saciedad y así poder tomar las decisiones sobre cuándo comenzar y terminar de comer.
- Comprender e identificar las situaciones y emociones que impulsan a comer.
- Aprender a comer para nutrir el cuerpo: pasar de “vivir para comer” a “comer para vivir”.
- Asumir mayor responsabilidad con respecto a la propia vida y el propio bienestar.
- Reducir los comportamientos adictivos y autodestructivos.
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